Inicio > Las Nueces: Más Road Movies y menos Poker

No more Poker people

Me cansé de hablar de Poker. A decir verdad, no contaba tantas manos (en referencia a las últimas dos columnas) desde que me asombraba cuando mi top pair no holdeaba contra par medio kicker mediocre allá por principios del 2008. Le enseñé a jugar a mi vieja para contarle este tipo de calamidades, cuando mis amigos se cansaron de escucharme y dejaron de invitarme a los asados de los fines de semana. Mi madre y su amor incondicional no me abandonaron ni en aquéllos momentos de oscuridad, e incluso me recompensaron veranos después llevándome a pasar un año nuevo a la imponente gran manzana, New York, hace ya un par de docenas de meses. En la ciudad que nunca duerme tuve la suerte de realizar una especie de viaje transformador, pues uno cree saber como funcionan los engranajes norteamericanos de sólo consumir un par de películas pochocleras, pero para mi grata sorpresa me choqué con una cultura inesperadamente fantástica y tan diferente a la nuestra, tan rica en las pequeñas cosas que hacen a su innegable éxito, que terminaron siendo unas vacaciones como dije, sumamente enriquecedoras.

De las muchas -ísimas- cosas para rescatar, me quedé con el concepto de «achievement», tan popular allá como inhóspito acá. Referido al acto de «concretar/emprender y finalizar» una o una serie de tareas y/o metas, absolutamente todos los habitantes poseen una lista a tachar. Ser un «achiever» está bien visto, revistas y cursos están al alcance de todos, la vagancia, la impulsividad y el destino incierto son condenados. Mi 2010 estaba lejos de considerarse un año activo, repleto de siestas, excesos e inactividades que llevaban a más, pues la falta de energía es contagiosa, en uno mismo hablando. Quizás era hora de poner a prueba aquél argumento perdido esbozado por algún sabio disfrazado de familiar: «mientrás más hacés, más pilas tenés«. Lo que coqueteaba con una tautología podía ser cierto, pero un año casi perdido de focosidad (de foca, por supuesto) absoluta necesitaba organización y motivación, pues -como siempre- tenía menos ganas de trabajar (en el sentido extensivo de la palabra) que Don Gato, y ese sí que estaba al pedo.

En el basurero, tranquilón. Otro día en la oficina.

Caí entonces en una rutina común estadounidense que se sabe existe, pero nunca fue adoptada seriamente en nuestro país. Dicha actividad consiste en realizar una enumeración de todo lo que se desea para el año entrante, posible e imposibles, que mejorarían la calidad de vida. Renunciar al trabajo, bajar de peso, dejar de fumar, dejar de tomar, ser feliz son sólo algunos de los clásicos hits que podemos escuchar en Aspen,102.3. Es importante desgeneralizar este último al menos y buscar objetivos truncados por la pereza absurda, pero que indudablemente convertirían al realizador en una persona más completa, segura de sí misma, capaz de vivir emociones nuevas y positivas que son día a día negadas por la haraganería constante y creciente, cáncer de generaciones. Compartirlo con amigos para mantener la motivación resulta casi mandatorio, realizar promesas de sangre, prop bets rabiosos, todo vale a la hora de ayudarse mutuamente a mejorar -a veces lo olvidamos- la única vida que se posee. Ejemplos varios y al azar: Tocar un instrumento, acercarse más a la familia, leer, perdonar, escribir, ser más expresivo, hacer algún deporte, abrirse y/o confiar más en las personas, ver más películas.

En este último voy a detenerme pues una de mis múltiples proposiciones fue prestarle más atención al séptimo arte. Tiempo siempre tuve, pero el problema básico era que me gustan muy pocas películas. No sé si será la apatía general que tengo más que de vez en mes (es un poeta, no sean boludos), o por el contrario, un enorme espíritu crítico que se resguarda y libera en pequeños aspectos de mi vida; pero los films no parecen –o no parecían- estar a la altura de mis expectativas.

Puede que, mirando en retrospectiva, lo que me faltara era volumen, selección, variedad. La cantidad, aunque contradictorio, aumento la calidad, y me ayudó a superar ciertos estereotipos de películas que descubrí, eran los que me habían llevado tristemente a relegar el cine. En este contexto fue que encontré un género algo subvalorado, pero cargado de la magia y el ímpetu que tanto le hacían falta a los demás, y que como sospecharán, tiene que ver con lo que venía hablando y los miércoles de ebriedad e incoherencias ya son parte del pasado.

Las Road Movies no son cool, o al menos están lejos del podio de la elección común. Se califica como tal a aquella película que se desarrolla durante el transcurso de un viaje. Es el tipo de empresa en el que el protagonista crece, mejora, y aprende durante el transcurso de la historia, dándole esta aventura una experiencia de vida que no olvidará. En palabras de la popular Wikipedia (en inglés), “The modern «road picture» is to filmmakers what the heroic quest was to Medieval writers./La moderna película de carretera es a los cineastas lo que la travesía heroica a los escritores medievales”. La definición resulta ser más exacta en inglés, porque la palabra “Quest” tiene una fuerza propia increíble que difícilmente pueda ser correctamente traducida, ya que más allá de la simple búsqueda o aventura, implica más una Odisea, un viaje épico. El protagonista anhela entonces -como condición necesaria- el cambio al que silenciosamente tememos, por lo que mi búsqueda tomaba literariamente un camino cíclico, donde una ramificación de un pensamiento retomaba su original, en forma de arte esta vez.

Mi aproximación al género si mal no recuerdo, fue con Big Fish, de Tim Burton, aunque adaptada de la novela con el mismo nombre. Durante el film, su protagonista se aboca a una búsqueda que le deparará numerosos obstáculos y aventuras (fiel al estilo digamos), pero con un toque especial, que llamó mi atención: Edward Bloom (el siempre adorable Ewan McGregor) sabe desde un primer momento lo que quiere, y esto es el no asentarse en un lugar, por el contrario posee esta genial idea –casi pasada de moda – de recorrer y ver el mundo por sí mismo, con una ambición enorme de conocimiento.

Siguiendo con esta línea, Into the Wild, la incursión de Sean Penn como director, superó mis renovadas y gigantes expectativas con creces. Cuenta la historia (¡verídica!) de Christopher McCandless, un joven que en los noventas enfrentó a su ultra-conservador padre y después de donar todos sus ahorros a caridad emprendió un viaje sin dinero, buscando las raíces de su humanidad que –el sostenía- la sociedad moderna se encarga de erosionar. Así, con un puñado de ideales y literatura acorde recorre estados unidos aprendiendo y sacando acertadas conclusiones sobre la vida, antes de morir envenenado y solo en Alaska, justo después de alcanzar su formación como persona y escribir sus líneas definitivas acerca de la felicidad.

Los dos films, altamente recomendables, tienen en común la rebeldía impropia de la época como motor de viaje realizador. Sin embargo, ambos protagonistas saben desde el comienzo que su destino es lejano e incierto, lo que los convierte en una especie de visionarios que no abundan en las Road Movies.

Así, aparecen aquellos personajes (nosotros) que, agotados por la rutina o impulsados por un factor externo escogen (o no) el cambio drástico en sus vidas. Podemos encontrar un sinnúmero de ejemplos, siendo éste el tipo más común de película de carretera. Remitiéndonos a un viejo clásico se puede recordar Thelma and Louis, en el que dos aburridas amas de casa se lanzan en un viaje en busca de nuevas emociones. Estrenada en 1991 – con un joven y pelilargo Brad Pitt y un final inoxidable – el film fue un importante impulsor para este estilo de cine, que experimentó una suerte de “Boom” de los noventa en adelante. La nueva camada de Road Movies fue bien recibida por la prensa, pero siempre manteniéndose en la categoría “Indie”, alejándolas mayoritariamente del gran público. Sin embargo, algunos títulos sorprendentes marcaron el camino: Almost famous, de Cameron Crowe, las recientes Little Miss Sunshine y Away we go, e incluso las extranjeras Central Station, Y tu mamá también y Diarios de motocicleta, todas claras demostraciones de un género en constante crecimiento y con escasísimos puntos bajos.

Un amigo cinéfilo, apasionado como pocos, sostiene que nos enamoramos de las películas que nos identifican, que la similitud y el reconocimiento de la situación semejante nos hace estrechar un vínculo especial con dicho film. No siempre estuve de acuerdo con esta afirmación, que mi (buen) amigo no se cansa de repetir mediante numerosos ejemplos, haciendo oídos sordos de mis argumentos sobre la idealización que solemos realizar, tanto de los personajes como de (puede ser un derivado de lo anterior) ciertas personas que nos rodean, buscando y forzando coincidencias, persiguiendo el parecido, acercando lo verdaderamente inalcanzable que nos ofrece una ficción cualquiera.

Estas huidas ilusorias que nos ofrece el arte (siete es el número en cuestión), alcanzan para contentar lo que Walter Benjamin llamó “El anhelo de los rebeldes”. Es el mismo arte, el que ofreciéndonos un escape a la realidad y una dosis justa de lo que querríamos para nosotros mismos, nos complace y amansa durante este momento ínfimo, calmando las valiosísimas almas revolucionarias, especie en grave peligro de extinción.

Digo, si es que quedan rebeldes. Alguien podría mal interpretar y comprender entonces que las Road Movies son acaso las culpables de nuestra aparente pasividad ante una sociedad con tantas contradicciones que sería difícil estar en mayor desacuerdo. El significado de la vida -de estas líneas por supuesto- es exactamente lo contrario, pues el género en sí (los personajes, actores, y directores) son pruebas de que el espíritu subversivo está intacto, que con sólo un empujón es posible emprender un viaje transformador, darle una nueva óptica a la regida existencia. Parece simple entonces probar y abusar de este acercamiento que –me incluyo- realizamos al mirar una película. Quizás sólo haga falta, como al principio de mi incursión, realizar un mejor trabajo de selección. La propuesta es sencilla: No empacharse de romance Hollywoodense y no correr al Casino más cercano después de mirar 21 Blackjack; sino mamar y darle una oportunidad a este género relegado e impulsor, pues en él vive el reflejo de una forma de vida/cambio que no está tan lejos como parece.

Desde la irónica comodidad de mi hogar, cada vez más partidario de mi amigo, más aficionado que nunca al cine y con más ideas que movimiento, planeo o espero –ya no lo sé- mi próximo viaje espiritual y metamórfico. Mientras reveo la ya mencionada Into the Wild, me quedo con una sencilla frase que Mc Candless (un sobrio y creíble Emile Hirsch) le dice a Tracy, su único amor antes de despedirse: “Si querés algo, ¡estirá el brazo y agarralo!”. Tracy, comprendiendo al instante la naturaleza del consejo, lo abraza por última vez.

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