Por José Litvak

Si vamos a ver un espectáculo de David Copperfield, sabemos que vamos a ser engañados, que todo lo que sucederá es una ilusión y, sin embargo, terminamos aplaudiendo anonadados como niños creyentes.

¿Cómo es posible? Simple: nos maravilla enterarnos de que han podido burlar algo que creemos infalible, nuestra percepción del mundo.

Si no tuviéramos la seguridad de que las cosas están ahí o no lo están (porque las vemos, las olemos o las tocamos) la experiencia de vivir sería insoportable. Sin embargo, muchas veces sucede que las cosas no son tal como las percibimos.

El cerebro tiene sus limitaciones, nuestra apreciación del mundo es limitada y la capacidad de prestar atención también lo es.

La neuróloga Susana Martínez-Conde, neurocientífica y directora del Laboratorio de Neurociencia Visual del Instituto Neurológico Barrows, en Phoenix, Arizona, investigó cómo los ilusionistas manipulan la conciencia. Afirma que, hace miles de años, los magos ya conocían el fenómeno de la “ceguera al cambio”: son aquellas modificaciones que ocurren en la realidad y que no advertimos porque no le estábamos prestando suficiente atención.

Copperfield aprovecha nuestra capacidad de concentración restringida a un número determinado de estímulos, haciendo cambios delante de nuestras narices, y llevándose nuestro dinero.

Otro recurso es la distracción mental. Aprovechando la atención limitada y sumándole más variables que disminuyan aun más el nivel de concentración, seremos engañados una y otra vez.

Entonces, ¿cómo aprovechamos esto en la mesa de poker?, ¿podemos desconcentrar a nuestros rivales con interrogantes complejos pero nada útiles en el juego?, ¿podemos sobrecargarlos de estímulos (movernos mucho, simular tells contradictorios) mientras realizamos nuestro propio “pase de manos”?

La respuesta es un sí rotundo, se trata, nada más ni nada menos, que de hacer un poco de magia sin guardarnos ninguna carta debajo de la manga.