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Las guerras comerciales ya no son solo terreno de disputa entre diplomáticos y ministros de comercio. Cuando dos potencias deciden jugar al límite y responder con aranceles, restricciones o sanciones cruzadas, el impacto baja a la calle con fuerza. Desde el precio del arroz hasta las chances de conseguir trabajo en una industria, todo puede cambiar en cuestión de semanas.
En un contexto donde Estados Unidos y China
vuelven a tensar la cuerda —con nuevos aranceles sobre bienes electrónicos y restricciones al acceso de chips avanzados y treguas que sumergen a los inversores en tensa calma—, los expertos advierten: una guerra comercial global podría tener consecuencias más profundas y rápidas de lo que muchos suponen.
“La gente tiende a pensar que esto es un tema geopolítico lejano, pero no hay nada más cotidiano que una guerra comercial. Afecta los precios, el empleo y el poder adquisitivo. No se trata solo de cifras macro: es la góndola, la fábrica y el bolsillo”, afirma Ignacio Galván, economista y director del Instituto de Estrategias Internacionales (IEI) en declaraciones a Codigo+.
Una guerra comercial comienza cuando un país impone barreras a productos extranjeros, con la intención de proteger su industria o sancionar prácticas consideradas desleales. El problema es que, al hacerlo, suele desatar represalias del otro lado. Y lo que empieza como una medida “técnica” termina escalando en una secuencia de penalidades que entorpece el comercio global y golpea a empresas y consumidores.
“Cada arancel adicional a una importación es, en la práctica, un impuesto indirecto que paga el consumidor. Porque los precios suben y las alternativas muchas veces no existen o son más caras”, señala Galván.
El impacto más visible es el precio. Cuando un país impone aranceles a productos clave —como alimentos, tecnología o insumos industriales— el costo se traslada a las cadenas comerciales y termina afectando al consumidor final.
Si China impone restricciones al comercio de soja o tierras raras, o si EEUU encarece las importaciones de autos eléctricos asiáticos, el efecto se extiende globalmente. Argentina, como país dependiente de bienes intermedios y tecnología importada, no queda al margen.
Un ejemplo: “Una impresora que cuesta hoy $100.000 puede pasar a valer $130.000 si uno de sus componentes clave sufre un aumento de aranceles. Y eso se multiplica si hablamos de productos de consumo masivo”, explica el analista del IEI.
Además, los alimentos, vestimenta, electrodomésticos o incluso medicamentos pueden encarecerse. Si bien algunos productos tienen sustitutos locales, otros —como ciertos fertilizantes, chips o repuestos electrónicos— no se fabrican en la región.
La incertidumbre que generan las guerras comerciales afecta las decisiones de inversión. Las empresas exportadoras ven caer sus pedidos, las importadoras enfrentan más costos y muchas frenan contrataciones o recortan personal. En Argentina, sectores como el agroindustrial, el automotriz, el tecnológico y el farmacéutico pueden verse especialmente golpeados si las tensiones comerciales escalan. Por ejemplo, una automotriz que exporta autopartes a Brasil o México podría perder competitividad si el país vecino firma un acuerdo más favorable con otro proveedor externo.
“En los años de mayor fricción entre EE. UU. y China, muchas fábricas argentinas exportadoras sufrieron caídas de demanda indirectas, porque el comercio mundial se desacelera. Eso se traduce en suspensiones, contratos no renovados y pérdida de ingresos fiscales para el Estado”, subraya Galván.
Cuando suben los precios por efecto de una guerra comercial, pero los salarios no acompañan, el poder adquisitivo cae. La inflación se acelera por el encarecimiento de bienes importados o sus componentes, mientras el consumo se retrae.
La dinámica es circular: precios más altos → menor consumo → menos producción → menos empleo. Y, en contextos como el argentino, con alta dependencia de importaciones para producción y consumo, las guerras comerciales globales amplifican la volatilidad local.
Los mercados financieros reaccionan negativamente a la incertidumbre. Las guerras comerciales suelen provocar caídas bursátiles, aumentos en el riesgo país, devaluaciones y fuga de capitales. Para países emergentes, esto significa condiciones más caras para endeudarse y menos ingreso de divisas.
“El impacto no es inmediato, pero sí consistente. La confianza de los inversores se erosiona cuando ven que el comercio mundial, uno de los motores de la economía, se resiente”, agrega Galván.
En algunos casos, ciertas industrias locales se benefician al desaparecer la competencia externa. Sin embargo, ese efecto suele ser temporal y puede derivar en una suba de precios o caída de la calidad. Además, si otros países toman represalias, se cierran mercados de exportación, lo que neutraliza cualquier ganancia inicial.
Un ejemplo: si EEUU cierra sus puertas al acero chino, algunas siderúrgicas locales pueden ganar mercado. Pero si luego China bloquea exportaciones de aluminio o fertilizantes, otros sectores salen perjudicados.
Aunque parezca poco lo que puede hacerse, algunos expertos recomiendan:
La Organización Mundial del Comercio (OMC) ya advirtió que los volúmenes de comercio internacional están cayendo desde 2023, y que la recuperación pospandemia se ve amenazada por nuevas tensiones comerciales. A eso se suman conflictos geopolíticos que alteran las cadenas de suministro, como la guerra en Ucrania, el conflicto en el Mar Rojo y las restricciones a tecnologías sensibles.
La conclusión de Galván es clara: “Las guerras comerciales del siglo XXI son más sofisticadas, pero también más peligrosas. Porque afectan sectores estratégicos como la energía, la tecnología y la alimentación. Y en todos esos puntos, el ciudadano de a pie termina pagando el precio”.